Arte y oficio
BERNARDO SÁNCHEZ
Estoy seguro que de escribir algo sobre él, Alfredo, Alfredo Rodríguez, mi suegro, le hubiera gustado que fuera aquí. El mundillo taurino no fue el único que ilustró su vida -estaban también la ilusión por el arte, y el oficio de carpintero, heredado de su padre y de su abuelo-, pero Alfredo pasó muchos días y muchas noches en su ruedo de tareas. Y no exagero con lo de las noches, pues cuando se casaron él y Teresa Miguel, Tere, el piso de conserje de La Manzanera fue su primer domicilio. Tampoco exagero con lo de los días, especialmente los domingos y festejos de guardar. Bajo el tendido 1, con salida al portón principal por la izquierda y a la pared del Mapa de España por la derecha, se alojaba un cuartito con derecho a cocina de dos fuegos, nevera, fregadero, sillas de tijera y alguna almohadilla. Hubo un tiempo (largo), siempre metido en los veranos, con su tam-tam de feria matea, en el que este cuarto se convirtió en un singular lugar de recreo para su familia y allegados. Entre estos últimos, un día allegué yo.
De recreo relativamente, porque Alfredo, entre que nosotros dábamos una vuelta en bici por el ‘claustro’ de la plaza, nos asomábamos a los misterios de la enfermería deshabitada o al laberinto de los chiqueros, o subíamos a los palcos para comprobar que la tierra era plana; entre que, en fin, explorábamos el silencio y vacío de aquel espacio que habría de ponerse hasta la bandera (punto al que ascendimos en más de una ocasión) en un par de meses, Tere preparaba la comida para todos y el reloj de sol marcaba sobre la arena…., pues entre tanto todo eso, Alfredo, el hombre, reparaba tal o cual cosa de tal o cual sitio: que si lijaba un tablón astillado en un burladero, que si cepillaba una puerta, que si ordenaba trastos en alguna dependencia. Nunca sabías en qué altitud y latitud de la plaza se encontraba Alfredo haciendo qué. Lo último que –recuerdo bien- hicimos nosotros, hijos y allegados, antes de abandonar el cuarto y aquella curiosa modalidad de vacación, fue pintar a pincel y con lata de titanlux negro cada uno de los números de los asientos de los tendidos.
Alfredo era un hombre muy discreto en cuanto a sus habilidades y conocimientos. Tenía manos, ojos y gusto para el dibujo, para la talla, para el moldeado. Gastaba la misma finura en su opinión artística que en su trabajo a pie de obra, ya se tratara de unas jambas o de la escultura de un toro de mesa. Tenía humor y hasta retranca en ocasiones. Había sido, claro, un mozo logroñés de cuadrilla de amigos, de cuadrilla provincial de finales de los cuarenta y principios de los 50: de salir, de divertirse, de Club Taurino, de heredar la pertenencia a un barrio y a un gremio, un mozo destinado, de su tiempo, de una ciudad como aquel Logroño que cabía entre un río y una vía. Pero en las ciudadelas también se albergaban sueños. El suyo pasó en su día por las aulas de la Industrial, cuando él se veía como artista imaginero. Compañeros –y amigos- suyos fueron Jesús Infante, Jesús Crespo o Vicente Gallego entre otros. Tengo delante su papeleta de Modelado y Vaciado del Curso 1946-1947. Calificación: sobresaliente. Viene firmada por Agustín Ballester, el profesor de la asignatura.
A todo esto, Alfredo, a fuerza de ver los toros desde la barrera que él mismo y antes su padre habían remendado tantas veces, de verlos, además, con sus gafas tan de cerca, era de las personas que más sabían del asunto y que menos alardeaban de ello. Alfredo sabía y miraba con naturalidad, como aficionado y como artesano en general. De esta forma, seguía la faena del toro y el torero y a la vez estaba moldeando la estampa. Se pasó la vida moldeando un toro imaginario. En su casa quedan dos muestras de la tentativa, una en madera y otra en barro. Tocándolas, se palpa la idea artística que él tenía en la cabeza.
Al menos una vez constó en los papeles que había saltado al ruedo. En una cuadrilla, por cierto, sobrada de arte futuro. Fue el 15 de octubre de 1950. El mozo Alfredo Rodríguez, el hijo de Justo Rodríguez –carpintero que fuera también de la plaza- tenía veinte años. Con motivo de la celebración de un festival de los que organizaba el Club Taurino, se enfrentó a unas vacas de la ganadería de Etura. Compartió cartel con Rafael Azcona, Pepe Herráiz y Francisco Fernández. Muchas veces le pregunte por cómo salió de aquello, pero no le quedaba un recuerdo relevante. Lo suyo era darle forma a lo que veía desde el callejón, asomado, atento, sin perder trazo.
Su madera. La madera de Alfredo Rodríguez es la más noble y humilde que yo he conocido. Alfredo fue su mejor y único árbol. Plantado en una calle que constituye una vida en línea recta, entre su casa-taller de la Calle Mayor y las dos plazas de Toros (plazas-taller, en cierto modo) pasando por la Universidad Popular –en cuyas clases de Historia del Arte alcanzó el románico- y por el Hospital de toda la vida, desde el que un jueves del pasado julio vimos toda su vida. Un árbol menudo, nervioso, arraigado, generoso. Y con algunos dedos de sus ramas donados al arte y al oficio.
jueves, 12 de noviembre de 2009
miércoles, 4 de febrero de 2009
ADVERTENCIA DE PROTECCIÓN PARA EL BLOG DE JUSTO RODRÍGUEZ
La presentes obras fotográficas contenidas en este blog, cuya autoría corresponde al Sr. D. Justo Rodríguez, se encuentran amparadas por las disposiciones aplicables contenidas en el Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de Abril, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual y normas concordantes u otras que las sustituyan, quedando protegidas cada una de ellas, sin perjuicio de cuantos otros derechos le sean inherentes por su condición de autor, a tenor de lo dispuesto en el artículo 14 como derechos morales irrenunciables e inalienables (entre otros): 3. Exigir el reconocimiento de su condición de autor de la obra; 4. Exigir el respeto a la integridad de la obra e impedir cualquier deformación, modificación, alteración o atentado contra ella que suponga perjuicio a sus legítimos intereses o menoscabo a su reputación; así como lo dispuesto en el artículo 17 del mismo texto, referido al ejercicio exclusivo de los derechos de explotación de su obra en cualquier forma y, en especial, los derechos de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación, que no podrán ser realizadas sin su autorización.
lunes, 26 de enero de 2009
lunes, 21 de abril de 2008
sábado, 29 de marzo de 2008
sábado, 23 de febrero de 2008
sábado, 16 de febrero de 2008
Los vehículos y las matrículas singulares
Como si
‘Sería’ de
La Rioja
MARTÍN SCHMITT
Ya han pasado casi ocho
años desde que me
encontré de bruces con
una ciudad nueva, pateando
dos maletas pesadas –repletas
de un montón de recuerdos del
otro lado del charco– y un traje
azul muy coqueto, flamante
adquisición para dar una buena
impresión a mis compañeros
del periódico. Arrastrando
el cansancio del largo viaje desde
Buenos Aires, y después de
unos cuantos ‘talogos’ que parecían
más un chiste que un saludo
(juro por mi madre que creía
que me estaban vacilando),
me di una vuelta por la ciudad
e incluso conocí la calle Laurel,
aunque admito que me
asusté un poco al principio, por
lo que me quité el reloj, escondí
mi cartera en el bolsillo
delantero del pantalón y me fui
a un ‘burger’ a cenar. No podía
creer que se comiesen las orejas
o los caracoles.
Pese a este episodio que hoy
recuerdo con una sonrisa, tenía
la certeza de que había llegado
a mi sitio. A partir de entonces
no descansé. Me di el lujo de
conocer toda la región y sus
gentes: subí hasta la cima del
San Lorenzo; compartí un licor
con los monjes de Valvanera;
preparé chuletillas en el Rajao;
asé pimientos y tomate en Alberite;
probé miles de vinos de la
mano de muy buenos profesores;
recorrí cada centímetro de
la Laurel y la Mayor (luego me
hice mayor); bailé un tango en
Pradejón; admiré el atardecer
del monte Cantabria; suspiré
con un amanecer camerano;
lloré por el Logroñés en el viejo
Las Gaunas y vi nacer a la
mejor sobrina postiza que uno
puede tener, entre otras cosas.
Ya con con 15 kilos de más
era como si ‘sería’ (o seriese)
de La Rioja de toda la vida.
Todo eso sin renunciar a mi
querida patria, porque para
muchos sigo siendo aquel boludo
argentino del traje azul.
‘Sería’ de
La Rioja
MARTÍN SCHMITT
Ya han pasado casi ocho
años desde que me
encontré de bruces con
una ciudad nueva, pateando
dos maletas pesadas –repletas
de un montón de recuerdos del
otro lado del charco– y un traje
azul muy coqueto, flamante
adquisición para dar una buena
impresión a mis compañeros
del periódico. Arrastrando
el cansancio del largo viaje desde
Buenos Aires, y después de
unos cuantos ‘talogos’ que parecían
más un chiste que un saludo
(juro por mi madre que creía
que me estaban vacilando),
me di una vuelta por la ciudad
e incluso conocí la calle Laurel,
aunque admito que me
asusté un poco al principio, por
lo que me quité el reloj, escondí
mi cartera en el bolsillo
delantero del pantalón y me fui
a un ‘burger’ a cenar. No podía
creer que se comiesen las orejas
o los caracoles.
Pese a este episodio que hoy
recuerdo con una sonrisa, tenía
la certeza de que había llegado
a mi sitio. A partir de entonces
no descansé. Me di el lujo de
conocer toda la región y sus
gentes: subí hasta la cima del
San Lorenzo; compartí un licor
con los monjes de Valvanera;
preparé chuletillas en el Rajao;
asé pimientos y tomate en Alberite;
probé miles de vinos de la
mano de muy buenos profesores;
recorrí cada centímetro de
la Laurel y la Mayor (luego me
hice mayor); bailé un tango en
Pradejón; admiré el atardecer
del monte Cantabria; suspiré
con un amanecer camerano;
lloré por el Logroñés en el viejo
Las Gaunas y vi nacer a la
mejor sobrina postiza que uno
puede tener, entre otras cosas.
Ya con con 15 kilos de más
era como si ‘sería’ (o seriese)
de La Rioja de toda la vida.
Todo eso sin renunciar a mi
querida patria, porque para
muchos sigo siendo aquel boludo
argentino del traje azul.
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