jueves, 12 de noviembre de 2009

Arte y oficio

Arte y oficio
BERNARDO SÁNCHEZ

Estoy seguro que de escribir algo sobre él, Alfredo, Alfredo Rodríguez, mi suegro, le hubiera gustado que fuera aquí. El mundillo taurino no fue el único que ilustró su vida -estaban también la ilusión por el arte, y el oficio de carpintero, heredado de su padre y de su abuelo-, pero Alfredo pasó muchos días y muchas noches en su ruedo de tareas. Y no exagero con lo de las noches, pues cuando se casaron él y Teresa Miguel, Tere, el piso de conserje de La Manzanera fue su primer domicilio. Tampoco exagero con lo de los días, especialmente los domingos y festejos de guardar. Bajo el tendido 1, con salida al portón principal por la izquierda y a la pared del Mapa de España por la derecha, se alojaba un cuartito con derecho a cocina de dos fuegos, nevera, fregadero, sillas de tijera y alguna almohadilla. Hubo un tiempo (largo), siempre metido en los veranos, con su tam-tam de feria matea, en el que este cuarto se convirtió en un singular lugar de recreo para su familia y allegados. Entre estos últimos, un día allegué yo.
De recreo relativamente, porque Alfredo, entre que nosotros dábamos una vuelta en bici por el ‘claustro’ de la plaza, nos asomábamos a los misterios de la enfermería deshabitada o al laberinto de los chiqueros, o subíamos a los palcos para comprobar que la tierra era plana; entre que, en fin, explorábamos el silencio y vacío de aquel espacio que habría de ponerse hasta la bandera (punto al que ascendimos en más de una ocasión) en un par de meses, Tere preparaba la comida para todos y el reloj de sol marcaba sobre la arena…., pues entre tanto todo eso, Alfredo, el hombre, reparaba tal o cual cosa de tal o cual sitio: que si lijaba un tablón astillado en un burladero, que si cepillaba una puerta, que si ordenaba trastos en alguna dependencia. Nunca sabías en qué altitud y latitud de la plaza se encontraba Alfredo haciendo qué. Lo último que –recuerdo bien- hicimos nosotros, hijos y allegados, antes de abandonar el cuarto y aquella curiosa modalidad de vacación, fue pintar a pincel y con lata de titanlux negro cada uno de los números de los asientos de los tendidos.
Alfredo era un hombre muy discreto en cuanto a sus habilidades y conocimientos. Tenía manos, ojos y gusto para el dibujo, para la talla, para el moldeado. Gastaba la misma finura en su opinión artística que en su trabajo a pie de obra, ya se tratara de unas jambas o de la escultura de un toro de mesa. Tenía humor y hasta retranca en ocasiones. Había sido, claro, un mozo logroñés de cuadrilla de amigos, de cuadrilla provincial de finales de los cuarenta y principios de los 50: de salir, de divertirse, de Club Taurino, de heredar la pertenencia a un barrio y a un gremio, un mozo destinado, de su tiempo, de una ciudad como aquel Logroño que cabía entre un río y una vía. Pero en las ciudadelas también se albergaban sueños. El suyo pasó en su día por las aulas de la Industrial, cuando él se veía como artista imaginero. Compañeros –y amigos- suyos fueron Jesús Infante, Jesús Crespo o Vicente Gallego entre otros. Tengo delante su papeleta de Modelado y Vaciado del Curso 1946-1947. Calificación: sobresaliente. Viene firmada por Agustín Ballester, el profesor de la asignatura.
A todo esto, Alfredo, a fuerza de ver los toros desde la barrera que él mismo y antes su padre habían remendado tantas veces, de verlos, además, con sus gafas tan de cerca, era de las personas que más sabían del asunto y que menos alardeaban de ello. Alfredo sabía y miraba con naturalidad, como aficionado y como artesano en general. De esta forma, seguía la faena del toro y el torero y a la vez estaba moldeando la estampa. Se pasó la vida moldeando un toro imaginario. En su casa quedan dos muestras de la tentativa, una en madera y otra en barro. Tocándolas, se palpa la idea artística que él tenía en la cabeza.
Al menos una vez constó en los papeles que había saltado al ruedo. En una cuadrilla, por cierto, sobrada de arte futuro. Fue el 15 de octubre de 1950. El mozo Alfredo Rodríguez, el hijo de Justo Rodríguez –carpintero que fuera también de la plaza- tenía veinte años. Con motivo de la celebración de un festival de los que organizaba el Club Taurino, se enfrentó a unas vacas de la ganadería de Etura. Compartió cartel con Rafael Azcona, Pepe Herráiz y Francisco Fernández. Muchas veces le pregunte por cómo salió de aquello, pero no le quedaba un recuerdo relevante. Lo suyo era darle forma a lo que veía desde el callejón, asomado, atento, sin perder trazo.
Su madera. La madera de Alfredo Rodríguez es la más noble y humilde que yo he conocido. Alfredo fue su mejor y único árbol. Plantado en una calle que constituye una vida en línea recta, entre su casa-taller de la Calle Mayor y las dos plazas de Toros (plazas-taller, en cierto modo) pasando por la Universidad Popular –en cuyas clases de Historia del Arte alcanzó el románico- y por el Hospital de toda la vida, desde el que un jueves del pasado julio vimos toda su vida. Un árbol menudo, nervioso, arraigado, generoso. Y con algunos dedos de sus ramas donados al arte y al oficio.

2 comentarios:

Unknown dijo...

...Los textos de tu cuñado están muy bien, pero creo que te preferimos vivito y coleando...

Anónimo dijo...

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